Dylan J. Pereira

    Las elecciones para presidente de Estados Unidos se realizan cada cuatro años, el primer martes después del primer lunes de noviembre.

    Dylan J. Pereira
    Dylan J. Pereira

    Las recientes elecciones estadounidenses han expresado una vez más la preponderancia e influencia de la dinámica política en las más altas esferas de poder de Washington D.C. en la agenda global y su reafirmación como epicentro mundial de poder; a su vez, los comicios presidenciales celebrados el pasado 3 de noviembre, han suscitado la curiosidad y el interés una vez más por el sistema electoral norteamericano que desde los “caucus” tiende a lo confuso, heterogéneo, sin una legislación uniforme ni una autoridad central.

    Es interesante mencionar que cada estado emite sus propias reglas; tiene un secretario electoral; la papelería electoral se diseña e imprime a nivel de condado; existen variados métodos para emitir el voto, siendo la figura del voto por correo una de las grandes polémicas de este encuentro de los estadounidenses con las urnas electorales; no hay una entidad central, o extrapolado al sistema político estadounidense, federal, como el Consejo Nacional Electoral (CNE) en el caso venezolano, que se constituyó como una rama del Poder Público Nacional en la Constitución de 1999, encargado de la organización y vigilancia de los procesos electorales así como su certificación.

    Consideraciones del Sistema Electoral Americano

    Legalmente, para ser candidato a la presidencia de Estados unidos se debe ser ciudadano por nacimiento; tener por lo menos 35 años de edad; haber vivido 14 años en Estados Unidos y pareciera que, desde el inicio del nuevo milenio, ser controversial y polémico.

    A diferencia del poder legislativo estadounidense, que es bicameral, contando con una cámara alta —Senado— y una baja —Cámara de Representantes—cuyos miembros son escogidos por el electorado de forma directa, el poder ejecutivo —encarnado en el presidente y el vicepresidente— es escogido mediante elecciones indirectas cada cuatro años. Para llevar a cabo esta votación, se producen diversas etapas en el proceso, influenciado ampliamente por un sistema electoral bipartidista; primarias, asambleas de partidos, convenciones nacionales, “caucus”, hasta llegar al día de las elecciones, donde lejos de finalizar, se abre paso el quid, a saber, el Colegio Electoral. En lugar de ser una elección directa, en primer grado, el voto popular se traduce en la elección de los 538 compromisarios, que conforman el Colegio Electoral, asignados a cada estado en función a su población. Todos los compromisarios de un determinado estado van para el partido más votado en este estado salvo en Maine y Nebraska, donde se reparten de manera proporcional; la meta: 270 votos electorales; si bien no existe obligación constitucional para el Colegio Electoral de elegir al candidato que se espera, es la regla general, salvo excepciones conocidos, como faithless elector, que pese a su existencia, nunca han virado el modelo propuesto.

    Este sistema de elección en segundo grado es fruto del deseo de los padres fundadores de introducir un filtro elitista a la voluntad “bruta” del pueblo. Alexander Hamilton escribió en los Papeles federalistas, en 1788, que el colegio electoral garantiza que “el cargo de la presidencia nunca recaiga en un hombre que no esté dotado en un grado eminente de las calificaciones requeridas”. Según Hamilton, “los talentos para la baja intriga y las artes pequeñas de la popularidad” son insuficientes para ser presidente de EE UU. El colegio electoral es, según Hamilton, una protección contra “el deseo de potencias extranjeras para ganar un ascendente impropio en [los] consejos [de EE UU]”. En la contemporaneidad, esta institución ha sido cuestionada, ya que, en algunas ocasiones, genera un desfase entre los llamados votos electoral y popular, por ejemplo, en las elecciones de 2000 entre el demócrata Al Gore, y el republicano Bush; o en 2016, en que Donald Trump ganó el voto electoral y fue elegido presidente pese a recibir menor respaldo de los votantes que su adversaria, Hillary Clinton. No obstante, cabe destacar que este sistema de votación se remonta al siglo XVIII, momento en que los estados querían preservar su independencia y su poder dentro de la federación, por lo que optaron por un sistema que no perjudicase tanto a los estados pequeños, que fue el gran reto de los Federalistas. Lo cierto es, que la legitimidad de la elección de Trump en 2016, y la proyectada en 2020, es semejante, ya que reposa en la unanimidad primigenia en torno al sistema político, y en concreto al sistema electoral.

    El realineamiento estadounidense

    En particular a inicios del S. XXI se observa un fenómeno histórico multidimensional que podríamos definir como el realineamiento del sistema estadounidense; la reorganización del sistema de fuerzas políticas, como parte de la transición de una coyuntura histórica a otra. Ello significa la modificación de los patrones de votación, la redistribución de las bases electorales, la modificación de los consensos y posicionamientos ideológicos, el reacomodo de las élites de los partidos, cambios en la formación y configuración de los grupos de poder extra partidistas, la transformación de los sistemas de intereses de los diferentes sectores sociales, el reordenamiento de las prioridades de los distintos actores políticos y el reajuste de las formas de participación política.

    Al respecto, Domínguez (2017) explica que “las elecciones han sido una de las «obsesiones» de los autores que han trabajado el realineamiento. Apoyándose en el trabajo de la escuela de Michigan, particularmente en su clásico The American Voter, V. O. Key (1964) propuso una clasificación de las elecciones de acuerdo a su impacto sobre el alineamiento político existente”; siguiendo este criterio, y al aplicar esta teoría a la actualidad norteamericana, lejos de ser unas “elecciones de mantenimiento o de preservación (Maintaining elections)”, aquellas que mantienen el poder de la mayoría «normal» durante el alineamiento vigente, nos encontramos en la disyuntiva si la elección de la fórmula Biden-Harris, puede ser clasificada como elecciones de restablecimiento (Reinstating elections), o elecciones transicionales (Transitional elections); a nuestro criterio la victoria de Joe Biden, y Kamala Harris, que representan el pasado y el futuro, la continuidad y el hito, la preservación y la transformación, lo permanente y lo dinámico, suscribe el criterio de una elección transicional, aquellas en las que se produce un cambio pronunciado y duradero en el patrón de identificación de los partidos con los electores, que suelen ocurrir entre dos alineamientos, y “propias de periodos en los que un alineamiento se está disgregando, pero uno nuevo aún no se ha materializado (Mack, 2010, pp. 80-81);” (citado en Domínguez, 2017)

    La peculiaridad de esta elección recae precisamente en este asunto en particular; reflejan la transformación social, étnica, cultural, económica y política que vive aceleradamente Estados Unidos; ejemplo claro: Kamala Harris, politóloga, abogada y economista, hija de una científica india y un economista jamaiquino, cuya carrera está llena de “primeras veces” se convertirá en la primera mujer vicepresidente de la mayor potencia de occidente, aún más enigmática al representar la pluralidad étnico-cultural que ha constituido EEUU y que hoy avanza en las instituciones jurídico-políticas, con senadores latinos, un expresidente y congresistas afroamericanos; cargos públicos ocupados por asiáticos-estadounidense, euroamericanos, son sólo ejemplos de un sistema que se realinea y cuyas transformaciones no pueden ser ignoradas.

    El fantasma del fraude y la ciberseguridad

    El presidente electo Joe Biden y la vicepresidenta electa Kamala Harris transmitieron un mensaje de «sanación» en su discurso de victoria. Biden quien llegaría a la presidencia bajo la promesa de restaurar «el alma de Estados Unidos»: «Donde otros ven estados rojos y azules, yo solo veo a los Estados Unidos de América», donde se ha dado especial importancia a la cuestión racial como principal impulso de las reformas políticas y electorales desde la segunda mitad del siglo XX, en particular en el ala demócrata del bipartidismo norteamericano. Pese a la celebración demócrata, tras un arduo y luchado escrutinio, anunciado en primera instancia por los medios de comunicación, reafirmando así su posición como el “quinto poder”, fue presidida y sucedida por las acusaciones de fraude desde el ala más radical del partido republicano, encabezada por Donald Trump, desde la Oficina Oval.

    Lehoucq (2007) desarrolló una interesante investigación académica relativo a la concepción, naturaleza y fenomenológico del fraude electoral; en principio, el sentido común indica el carácter fraudulento de un acto cuando la persona que lo lleva a cabo desea ocultarlo de la mirada pública. En el terreno político, la complejidad radica en que existe una línea muy delgada entre el fraude y la presión política. Ahora bien, el fraude adopta una amplia variedad de formas, desde las violaciones de procedimiento a la ley hasta el abierto uso de la violencia para intimidar a los votantes y observadores electorales. “La mayoría de las veces la manipulación del voto no parece desempeñar un papel decisivo.” (Lehoucq, 2007). Sin embargo, el fraude, o su presunción debilita la estabilidad política, ya que puede ser crucial cuando se trata de una contienda muy reñida. “Aun cuando las elecciones no sean tan competidas, la manipulación del voto despoja a los comicios de credibilidad y, en consecuencia, evita la consolidación de las instituciones democráticas.” (Lehoucq, 2007).

    No es fácil digerir las acusaciones de fraude electoral en Estados Unidos. Sin embargo, analizar la manipulación del voto no es una tarea imposible. Hay vastas fuentes jurídicas en el sistema de justicia estadounidense sobre la índole e incidencia de la manipulación del voto. En primera instancia, las encuestas también pueden develar los hechos, la tendencia a favor de Biden era incontrovertible en los censos previos a la elección. A la fecha, la mayoría de los estados de la unión han certificado sus votos, residiendo allí la fortaleza del sistema electoral estadounidense: la contraloría ciudadana y la arraigada cultura democrática en el país.

    Es interesante destacar la justicia electoral que es igualmente decidida en el nivel estatal, con su correspondiente diversidad de jurisprudencias y prácticas, aunque con marcos comunes. Es frecuente que los Estados contemplen el recuento administrativo de votos para superar errores o, de manera obligatoria, cuando la diferencia es menor a un determinado porcentaje (“recount”). “La apelación judicial podría tener tres salidas: confirmar el resultado, el fallo más recurrente, tanto más habitual que los jueces presumen la buena fe del proceso y la organización idónea, y son reacios a sustituir la voluntad del cuerpo electoral; revocar la victoria; anular la elección y disponer la organización de una nueva.” (Romero, 2008, p.668) En caso de inconformidad con la sentencia jurisdiccional estatal, revisa la máxima instancia judicial, la Corte Suprema de Justicia (CSJ). Sin embargo, la confianza en la rectitud de la elección se encuentra anclada en la cultura política que mencionábamos, lo que explica la severa reacción dentro y fuera de su partido frente a la negativa de Trump de conceder una eventual derrota.

    Análisis fáctico de los resultados electorales

    Los Estados más republicanos se concentran en general en la América profunda. Wyoming, Nebraska y Utah superan un 60% del voto republicano. En la costa este se concentran los Estados más demócratas, “la muralla azul”; En el Distrito de Columbia jamás han ganado los republicanos.  Hay otros Estados que no tienen un perfil fijo tan marcado, caso de Oregón, Pensilvania, Michigan, Vermont o Maine. Antes de los años sesenta, los demócratas solían conseguir buenos resultados en los Estados del Sur. Las tensiones raciales de aquella década dieron la vuelta a ese escenario, y aquellos antiguos territorios azules se tiñeron de rojo.

    Trump ha mejorado sus resultados de 2016 en 33 Estados (el mayor hito, en Utah, con un crecimiento de 13,1 puntos) y ha bajado en 15 Estados (su mayor pérdida, de 2,8 puntos, en Missouri). Biden mejora las marcas de Hillary Clinton en prácticamente todos los Estados (la mayor subida, en Utah, de 10,5 puntos). Nueva York es su única caída (2,5 puntos). Biden bate récords para los demócratas en California, Virginia y Maryland, y segundas mejores marcas en Colorado, el Distrito de Columbia, Massachusetts y Washington. Aunque hayan perdido las elecciones, los republicanos están en buena racha en varios Estados. Entre los demócratas no hay rachas significativas desde 2012 hasta ahora, pero pueden estar contentos con la evolución de su voto en Alaska (+5,1 puntos), Arizona (+4,29) y Massachussets (+3,6 puntos).

    Debemos hacer mención especial a la preponderancia del voto latino en estas elecciones, que en líneas generales tampoco parte de una homogeneidad pero que tiende al ala progresista del partido demócrata, y que en estas elecciones ha volteado al lado azul en estados claves como Arizona o Georgia, por estrechos márgenes de diferencia.

    Con la confirmación de Georgia, la posibilidad de disputar los resultados del 3 de noviembre se esfuma para Trump. Prácticamente descartada por la vía matemática, la Casa Blanca puso en marcha una nueva fase en su estrategia de deslegitimar la elección. La de presionar directamente a los legisladores para subvertir las elecciones. Una ofensiva de una audacia sin precedentes, cuyas posibilidades de éxito son tan escasas como colosal es el potencial daño a la democracia. Trump cuenta con poco tiempo para concluir esta ofensiva. El Colegio Electoral se reunirá el 14 de diciembre para elegir a Joe Biden presidente de Estados Unidos. Biden tomará posesión del cargo el 20 de enero.

    El populismo y el ¿retorno a la política?

    El populismo, esta amalgama de concepciones políticas, ha ganado espacios a lo largo del globo terráqueo. En alianza, su amigo más cercano, la antipolítica y la posverdad. Trump parecía acariciar con cercanía esta fórmula. El triunfo de Biden y Harris tiene un reto inicial: reconciliar a una nación divida, polarizada y seducida por los avatares de la antipolítica. La peculiar metodología política trumpista probablemente sufrirá desviaciones en temas de interés global como el Acuerdo de París contra el cambio climático; la OMS; el Acuerdo Nuclear Iraní; las relaciones transatlánticas, tanto a nivel Washington D.C-Bruselas como EEUU-OTAN debilitadas drásticamente durante la administración Trump, y muchos otros, como las relaciones con América Latina, en particular, en los controversiales casos de Cuba, con el precedente de la reapertura de las relaciones entre Washington con La Habana durante la administración Obama, el caso de Nicaragua y en especial el caso venezolano, donde la actuación de la administración Trump se ha saltado todos los manuales. Todo apunta a que será la capacidad de diálogo y negociación, distintiva de los demócratas, la que imperará en esta nueva era para Estados Unidos y el mundo.

    Autor: Dylan J. Pereira (Diplomado en Diplomacia y Relaciones Internacionales de Academia Diplomática Euroamericana. Editor de Revista Diplomacia. Analista invitado en Brújula Internacional, Estudiante de Estudios Liberales y Economía Empresarial de la Universidad Metropolitana. Caracas, Venezuela).

    (Las ideas y opiniones expresadas en este artículo son las de los autores y no reflejan necesariamente el punto de vista de World Geostrategic Insights). 

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