Pablo Sanz Bayón
En los últimos años, como respuesta a la crisis financiera de 2008, la economía mundial ha asistido a una sistemática inyección de dinero fíat, sin respaldo, por parte de los bancos centrales. El balance de la Reserva Federal, que hace un año.
se situaba en el 18% del PIB de EEUU, supone ya un 34%, tras haber sido incrementado de forma extraordinaria. La situación no difiere de la europea, donde el balance del Banco Central Europeo (BCE) ya representa el 52,8% del PIB, frente al 40% de principios de año y el 20% de 2015. Esta situación ha conducido a un escenario de tipos de interés muy bajos, nulos e incluso negativos. Los depósitos bancarios están dejando de ser instrumentos de reserva de valor y las entidades de crédito también están dejando de cumplir con su función tradicional de canalizar el ahorro hacia la inversión, al carecer de incentivos para ofrecer productos ventajosos a los ahorradores.
El fenómeno de la flexibilización cuantitativa (QE), la política de intereses al 0% y la constante emisión de moneda por parte de los principales bancos centrales está haciendo colapsar la economía mundial. Casi todo el nuevo dinero creado se ha convertido en exceso de reservas, en liquidez que tienen depositada los bancos comerciales en los bancos centrales por encima del coeficiente de caja mínimo obligatorio. Aunque lo que se pretende con dicha política es estimular la demanda, el primer beneficiario y privilegiado de esta medida es el oligopolio bancario y megacorporativo transnacional. Los grandes bancos, corporaciones y fondos de inversión monopolizan esta nueva liquidez (efecto Cantillon) para recomprar su propia deuda y mantener e hinchar artificialmente el valor de cotización de los activos en los mercados bursátiles. Mientras tanto la economía real o productiva, las pequeñas empresas y los trabajadores sufren un grave deterioro en sus condiciones vitales y sociales (inflación de determinados productos básicos, devaluación y congelación salarial, y subidas de impuestos, de comisiones bancarias y tarifas de servicios esenciales). Los bancos están atesorando dinero porque no confían plenamente en la recuperación económica ni en los prestatarios, incluso aunque tengan negocios o proyectos aparentemente solventes. Los bancos no están dispuestos a asumir más nivel de riesgo después de haber hecho frente, tras 2008, a inmensas carteras de activos tóxicos que pusieron en cuestión su estabilidad, situación que propició un conjunto de rescates públicos y procesos de concentración y fusión que contribuyeron a diluir la toxicidad de sus balances.
Al tener accesible con muchas más facilidades los recursos y mecanismos que están poniendo a su disposición los diferentes bancos centrales, a un coste mínimo, las entidades de crédito están perdiendo la capacidad de realizar su negocio tradicional. Cuando la banca central crea de la nada -electrónicamente- esas inmensas cantidades de liquidez dineraria, potenciada a continuación por el sistema de reserva fraccionaria y el efecto multiplicador del dinero, se distorsiona enormemente el negocio bancario y crea un entorno de privilegios legales, asimetrías de información y oportunismos poco eficientes para el conjunto de la economía. Unos tipos de interés tan bajos, nulos o negativos incentiva también el apalancamiento del sector privado, factor que fue precisamente lo que originó la burbuja crediticia que luego estalló en 2008.
El resultado de estas políticas monetarias y bancarias representa una gran paradoja: nunca en la historia hubo tanto dinero creado e inyectado en la economía mundial, pero a la vez, tampoco ha habido nunca tanta cantidad de deuda, alto riesgo de morosidad de los deudores minoristas e inminencia de situaciones de insolvencia de Estados y empresas. Todos estos factores a lo que apuntan, en consecuencia, es a una desconfianza general en el mercado y en sus instituciones, lo cual termina reflejándose en el descenso de la velocidad de circulación del dinero. Sólo en EEUU han cerrado en los últimos meses 155.000 negocios, mientras 29,6 millones de personas están recibiendo algún tipo de prestación de desempleo. La Reserva Federal está emitiendo dólares sin parar y ese dinero se está destinando a privatizar la economía a través de adquisiciones apalancadas de activos financieros. Si estos programas de compras en el mercado de bonos no existieran o cesaran, el sistema se hundiría. Esta incertidumbre sobre el mercado se contagia a la deuda pública y al dólar, aumentando el riesgo de su devaluación. En este contexto, China, como parte acreedora, está cada vez más cerca de poder dar un golpe letal a EEUU si provoca una venta masiva de los bonos estadounidenses y de la reserva de dólares que posee. El declive de la hegemonía del dólar y de su estatus como divisa de reserva internacional se está acelerando, lo cual apunta a un agotamiento y deslegitimación global del sistema monetario y bancario occidental vigente, regido y tutelado por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Banco de Pagos Internacionales.
En el caso de Europa, esta situación crítica se ve en cierto modo agravada por las actuaciones de política monetaria llevadas a cabo en su seno. El BCE está proporcionando liquidez a los bancos comerciales (por ejemplo, a través de las Targeted Longer-Term Refinancing Operations, TLTRO) o les está comprando títulos (por ejemplo, en el marco del programa de compras de emergencia frente a la pandemia, PEPP). En consecuencia, la base monetaria correspondiente está creciendo mucho, provocando la rápida ampliación del balance del BCE. Pero el dinero del banco central solo se convierte en masa monetaria M3 cuando los bancos comerciales prestan ese dinero, algo que en Europa casi no están haciendo. De hecho, los préstamos al sector privado han crecido últimamente muy por debajo de los préstamos al sector público, que han crecido porque los gobiernos europeos están necesitando mucho dinero para responder a la crisis social y económica derivada de la pandemia. Con todo, a pesar de las dudas sobre la consistencia de una Unión Bancaria -que nació incompleta-, las autoridades europeas están tratando de dar nuevos pasos hacia una mayor integración financiera a través de la Unión de Mercado de Capitales, cuya culminación será el Euro Digital y una plataforma paneuropea de pagos. Sobre este tema, nos remitimos a nuestro artículo “Geopolítica de las monedas digitales: la respuesta europea”, publicado en este mismo medio, World Geostrategic Insights, el pasado 13 de septiembre de 2020.
Junto a la crisis sistémica que estamos experimentando en 2020, que es una suerte de segunda parte de la iniciada en 2008, interviene un factor determinante, disruptivo, que son las innovaciones en el área de la tecnología digital y computacional aplicadas a las finanzas (FinTech). Más allá del avance en el sector de las telecomunicaciones (5G) y de la robótica (Cuarta Revolución Industrial), nos referimos aquí específicamente a la tecnología de base criptográfica (DLT/Blockchain). Esta tecnología informática alcanzó un grado suficiente de desarrollo justamente a partir de 2008 con el nacimiento de Bitcoin, cuya infraestructura computacional abre la hipótesis para “despolitizar” y “desbancarizar” el dinero. Bitcoin es el paradigma de esta realidad, un activo digital con potencial de convertirse en medio de pago, creando un concepto nuevo, la moneda virtual de base criptográfica. Una potencial divisa mundial, virtual, desintermediada y cuyo uso no comporta costes de transacción elevados, a la par que garantiza servir como posible reserva de valor, ofreciendo anonimato digital y global a sus usuarios.
Este activo virtual (criptomoneda), junto con su ecosistema, se encuentra regido por protocolos criptográficos y capas de desarrollo consensuadas dentro de su comunidad virtual, sin interferencia de los bancos centrales, fedatarios públicos ni autoridades fiscales. Por tanto, el aspecto clave en torno a las criptomonedas es que son sistemas descentralizados basados en una tecnología disruptiva, porque en su programación y desarrollo no participa ningún gobierno o banco central que intervenga en su creación, oferta y cambio. Tampoco es necesaria la participación de entidades de crédito que operen como intermediarios en su funcionamiento y distribución, como afirman Dabrowski y Janikowski en su informe del Parlamento Europeo “Virtual currencies and central banks monetary policy: challenges ahead” (2018).
La clave del Bitcoin son los principios e infraestructura sobre los que descansa. Su tecnología criptográfica se integra dentro de un concepto más amplio, que es el de las tecnologías de registro distribuido, o DLT (Distributed Ledger Technology). De conformidad con la descripción proporcionada por el Banco Mundial en su informe “Distributed Ledger Technology (DLT) and Blockchain” (FinTech Note, Nº 1, 2017), una DLT es una “base de datos que gestionan varios participantes y que no está centralizada y ninguna autoridad ejerce de árbitro o verificador”. Aunque Blockchain es conocido en gran medida gracias a Bitcoin y otras criptomonedas similares, lo cierto es que se trata de una tecnología cuyas aplicaciones se extienden mucho más allá de ese ámbito, al suponer una alteración del modelo de confianza tradicional en que se basa nuestra cultura y nuestro sistema jurídico-económico. Blockchain se presenta como una tecnología totalmente disruptiva, ya que permite, mediante un protocolo informático de código abierto, gestionar bases de datos de forma descentralizada, sin contar con una autoridad central que controle toda la información y actúe como garante de la veracidad de la misma. En este punto resulta de sumo interés el informe de Boucher, “How Blockchain technology could change our lives. In-depth Analysis”, publicado por el European Parliamentary Research Service (2017).
En síntesis, esta nueva tecnología digital permite crear redes de muy diversos tipos para compartir libros de registro o bases de datos digitales de transacciones electrónicas, con la peculiaridad de que dichos registros se encuentran distribuidos entre quienes participan en la red (nodos). Cada uno de los nodos cuenta con una copia original del registro, por lo que está en disposición de comprobar, verificar y validar las transacciones que se realizan en la red, simplemente cotejándolas con su copia. De ese modo, el registro de las transacciones no es llevado por una autoridad central, sino por todos los usuarios de la red de forma simultánea y coordinada. Es decir, la verificación de las operaciones se lleva a cabo por consenso de los nodos, de tal forma que sólo se incorporará al registro nueva información cuando la mayoría de ellos así lo aprueben. Una vez se realiza la actualización del registro aprobada por los nodos, deviene firme la nueva versión del registro, de la que dispondrán nuevamente todos los nodos para futuras operaciones. En el libro registro, las transacciones se agrupan en bloques, que contienen la información referente a las últimas transacciones realizadas en un periodo de tiempo concreto. Dichos bloques se van añadiendo al libro registro a medida que se van formando. Cuando un bloque se incorpora, queda vinculado al bloque anterior de modo irreversible, “encadenándose” entre ellos mediante un sistema criptográfico (hash) que hace que los registros en Blockchain sean prácticamente inalterables.
Con todo, hasta la fecha los sistemas criptomonetarios existentes han ofrecido serias dudas sobre la posibilidad de constituir una alternativa real y factible al dinero fiduciario de emisión estatal. Aunque cumplen con la función de unidad de cuenta, el sumatorio de las más importantes aún presenta una baja capitalización, y, sobre todo, siguen afectadas por una alta volatilidad de su valor. De hecho, la excesiva fluctuación de las criptomonedas las incapacita por el momento para ser un medio de pago realmente útil, ya que la confianza en el dinero exige cierta estabilidad en su valor para sus usuarios. Como sostienen Pangas y Park en su trabajo “The Newest Regulatory Enigma: Bitcoins and Other Virtual Currencies”, publicado en la revista Investment Lawyer (Vol. 24, Nº 10, 2017), basta recordar que en 2017 el bitcoin llegó a revalorizarse un 400%, rozando el techo de los 20.000 dólares. En 2018 sufrió una pérdida de valor de alrededor de un 60% desde los máximos que alcanzó en diciembre de 2017. Actualmente cotiza cerca de los 10.000 dólares, después de haberse desplomado y rebotado como efecto de la crisis de la pandemia, en el primer semestre de 2020.
En conclusión, podemos afirmar que estamos presenciando una fase de intensas turbulencias financieras y geopolíticas de gran calado en el interior de los mecanismos del sistema capitalista mundial. La arquitectura institucional supranacional parece dar signos evidentes de su incapacidad para encauzar los numerosos retos del presente. El agotamiento del modelo monetario basado en el dinero fíat y la vertiginosa disrupción tecnológica están cuestionando el rol y la legitimidad de los intermediarios gubernamentales y bancarios. Probablemente no es un simple agotamiento del ciclo económico sino más bien una extenuación de la teoría y del sistema que forjaron la economía desde Bretton Woods (1944). No por casualidad el Foro Económico Mundial (Davos) celebrará una cumbre en enero de 2021 denominada “El Gran Reseteo” (https://www.weforum.org/great-reset/). Las principales potencias y los organismos financieros y bancarios internacionales (FMI, BM, BIS) van a plantear en los próximos meses las bases de un reinicio del sistema económico. Cambios trascendentales de dimensión mundial que la crisis financiera de 2008 ya dejó entrever y que finalmente la eclosión de la pandemia ha precipitado.
Autor: Pablo Sanz Bayón (Profesor de derecho mercantil en la Facultad de Derecho (ICADE), Universidad Pontificia Comillas, Madrid, España).
(Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivamente las del autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista de World Geostrategic Insights)